Recuerdos de mi infancia: La tienda de Cebrián
Mediados de los años ochenta. Yo no era más que un pequeño mocoso que se veía irremediablemente atraído hacia los aparatos electrónicos como los insectos hacia la luz. Y eso que en casa no disponíamos más que de un antíguo Pong que mi padre trajo del servicio militar y en el que -a pesar de mi corta edad- ya me había cansado de derrotar a todos mis familiares. El único rayo de luz lúdico de aquella época era visitar a mis tíos Rafa y Ascensión, que tenían un tabletop Pacman de Tomy. Aquello parecía de otra galaxia, y fueron incontables las horas que pasé forjando una considerable habilidad en un juego que marcaría mi vida.
Debido a ello, lo único que yo quería era una máquina como la de mi tío. Soñaba con tener mi propio Pacman o con disfrutar de aquel divertido juego de matar marcianos que mi vecina Lorena tenía en propiedad relativa con sus hermanos mayores. Mis padres debieron verme demasiado pequeño, ya que nunca accedieron a comprarme uno, ante el temor de que me enganchara a esa “nueva droga” que por entonces parecían “los marcianitos”. Era pequeño -no tendría más de 6 años- pero obstinado, meticuloso y obsesivo. Si la destreza que demostré al Pong no resultó suficiente, el pulir todas y cada una de las puntuaciones que mis tíos hacían en su máquina con una facilidad pasmosa hizo recapacitar a mis padres y hacerme pisar el freno en el plano de la afición digital.
Pero un buen día, mi perspectiva cambió de forma diametral. No influyó el Crash del 83, ni me cansé de jugar a los mismos juegos. Ni siquiera me cansaba de la relativa simpleza de los mismos, embobado ante el baile de luces y sonidos que emitían. Si Tron me había influido en amar esas pequeñas máquinas, dos nuevos factores aparecieron en escena para que mi lista de deseos diese un giro de 180 grados: la película Juegos de Guerra y -sobre todo- la tienda que Cebrián tenía hace años en nuestra bella ciudad. De Juegos de Guerrapoco puedo deciros que ya no sepáis (han sido incontables las ocasiones en las que he hablado de Ally Sheedy y del Imsai 8080) por lo que hoy me apetece contaros como era aquella tienda que marcó mi vida como jugador y la cual todavía recuerdo con un enorme cariño.
Cebrián era un ex-futbolista (al igual que mi tío) que tras retirarse por culpa de las lesiones decidió montar una tienda de electrodomésticos. Pero no una tienda cualquiera de cachivaches con marcas irreconocibles. No. Si Cebrián hacía algo lo hacía con estilo -cuentan que en el campo era igual de elegante- por lo que montó una tienda que se dedicaba exclusivamente a vender productos de la firma Sony.
Todavía recuerdo la decoración de madera y su estrecho pasillo al entrar, las paredes del fondo atestadas de películas Beta y VHS para alquilar (si, también se dedicó al negocio del videoclub) y los enormes vídeos de la época en plena batalla de formatos. Pero si hay algo que jamás he podido olvidar es la parte de la entrada, donde siempre tenía conectados dos ordenadores para el disfrute del público. Por supuesto, los ordenadores eran los modelos Hit-Bit de Sony, que iban rotando según fueran las ventas de los mismos.
Siempre me encantaba salir por ahí con mi tío Antonio, y como era el primer sobrino jamás me faltaron mimos ni atenciones. Pero cuando sabía que iba a ir a ver a su amigo Cebriánpara hablar un poco sobre el fútbol y otros asuntos de sus vidas me ponía especialmente pesado para poder acompañarle. Y es que Cebrián siempre me trató especialmente bien. Si, en parte se debía a que mi tío era uno de sus mejores clientes (le compró dos vídeos VHSpara grabar las películas que alquilaba, por lo que pude tener desde tan pequeño joyas como la trilogía de Star Wars, Juegos de Guerra, Tron o los Goonies a mi entera disposición) pero la amistad que les unía y la curiosidad que despertaba mi afición a tan temprana edad eran motivo suficiente como para que nada más llegar me conectara un MSX y me pusiera algún cartucho con el que mantenerme un rato entretenido.
Así, de esta forma, pude ver maravillas como Gradius, Knightmare, Athletic Land, Antartic Adventure o un extraño clon de Pacman que todavía no he logrado situar. También recuerdo como cuando llegaban los chicos mayores me quedaba sin jugar, lo que me fastidiaba sobremanera. Más de una tarde acabó con lágrimas porque no pude jugar ni una pequeña partida ante la avalancha de niños que peleaban por coger el mando unos minutos.
Aquel descubrimiento, los microordenadores, supuso un shock tremendo. Juegos con puntuaciones, con fases diferentes, con colorido, con sonidos….¡Eso era lo que yo quería!¡Si los juegos parecían los de las máquinas de los bares! A todo esto había que unir el poder usar el ordenador para hacer los deberes y ayudarme en los estudios. Si, solo era un ingenuo niño.
Desde que descubrí la tienda de Cebrián ya no quise una maquinita de juegos como la de mi tío Rafa, lo que yo quería era “un ordenador de verdad”, como no me cansaba de repetir por aquel entonces. Mi tío Antonio siempre me prometía cuando visitábamos la tienda que ibamos a comprar uno, aunque jamás fue así. Su afición por la informática apareció mucho más tarde, cuando ya teníamos más bien poco en común y éramos casi dos extraños. Años después -concretamente en mi comunión- mis padres me compraron un ordenador, pero no fue un MSX como yo quería. El hecho de que fuera más caro y, por que no decirlo, que mis primos tuvieran un Spectrum y un Amstrad respectivamente decantó la balanza definitivamente hacia la máquina de Sinclair, bastante más barata que la de Alan Sugar.
Sea como fuere, aquel recuerdo ha quedado grabado a fuego en mi memoria. Aquellas tardes enteras disfrutando, aprendiendo y soñando las llevo con mucho cariño en el corazón, y al final -como no podía ser de otra forma- conseguí los dos MSX que más tiempo estuvieron en la tienda de Cebrián: los Hit-Bit 75p y F9S.
A día de hoy la tienda sigue abierta (creo que en otro emplazamiento, no me suena que fuera la misma calle) pero ya poco tiene que ver con aquellos años. Aun así, cada vez que paso por allí y veo el rótulo algo dentro de mi se despierta. Esos días son siempre un poco más alegres.
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